Es la primera vez que escribo ficción en el blog. Es un cuento de terror. No requiere mucha más presentación.
De cuantos sucesos extraños me han acontecido, los que viví trabajando junto a Beatriz Benavente destacan por su profunda significación. Años después sigo estremeciéndome al recordarlo y no pasa una noche sin que, en la soledad de mi habitación mientras miro las caprichosas sombras de la pared, me pregunte si cuanto vi fue auténtico, pues tan descabellado es renegar de mis sentidos y acogerme a una suerte de locura extrañísima como aceptar ante mí misma que presencié aquello que presencié.
Apenas tuve ocasión de hablar con ella la primera vez y he de reconocer que no me causó una buena impresión: estaba demasiado delgada, aparentaba unos diez años más de los que realmente tenía y el aliento le apestaba a tabaco. Sentí lástima por los niños que trataba, pues no se me ocurre una figura menos maternal y afable que la de Beatriz Benavente.
Prolija, hermética y llena de un infundado desdén hacia mí, para explicarme su trabajo Benavente me contó la historia de un cocinero que vivía en una pequeña aldea donde todos eran ciegos menos él. Al ser la situación habitual que todos habían conocido desde siempre, para nadie era extraño estar privado del sentido de la vista y ni siquiera habían sentido jamás la necesidad de acuñar un nombre para algo que nadie tenía.
En las narraciones de Benavente sobraban pausas y faltaban palabras. Le gustaba oírse a sí misma. Yo encontré en su parquedad más inquietud que suspense, pero echando la vista atrás me atrevería a calificar las conversaciones con ella no como algo a lo que una se acostumbra, sino como un gusto adquirido, como el mate o el coñac.
Los habitantes ciegos, siguió contándome Benavente, trabajaban a diario llevando agua del remanso hasta los cultivos donde crecían las frutas y las hortalizas con las que el cocinero preparaba la comida de toda la aldea. Toda la comunidad sabía, eso sí, que entre ellos había un hombre capaz de ver. Dado que todos procedían de una antiquísima estirpe de aldeanos ciegos, no sabían qué palabra utilizar para referirse al extraordinario don de aquel hombre, aunque este era evidente, pues sabía cuántas manzanas había sobre una mesa sin necesidad de tocarlas, quién se acercaba por el camino antes de oír el ritmo de sus pasos, cómo eran las formas de los pájaros o dónde estaba cada mueble dentro de una habitación nada más entrar. Era pues su habilidad parecida a la de los perros, que intuyen los caminos y los obstáculos y pueden guiar a las personas, aunque no pueden explicar su propia experiencia. El cocinero relató a los aldeanos que el agua que tomaban del remanso procedía de un río y este río procedía de la nieve de las montañas. Algunos le creían, pero otros no, pues no concebían cómo era posible conocer el origen del agua sin haber seguido su curso hasta su mismo nacimiento.
Un día la nieve desapareció y con ella el río y el remanso del río. No volvió a llover ni a nevar en la aldea. El finísimo hilo de agua que quedó en el cauce apenas bastaba para saciar la sed de los aldeanos, así que no podía usarse para regar los huertos. Nadie murió de sed, pero tras unos meses, algunos aldeanos empezaron a morir de hambre. El cocinero, con la esperanza de que tarde o temprano la nieve retornaría a las montañas y con ella el río y el remanso del río, hubo de tomar una difícil decisión y, con la muerte por inanición cerniéndose sobre sus vecinos, decidió alimentar a los supervivientes con los cuerpos de los difuntos.
Alimentó con carne humana tanto a perros como a personas. Los más astutos supieron de la treta, los más cándidos no. De igual modo, los perros carecían del entendimiento para distinguir esta comida de aquella.
Tras varias semanas saliendo adelante de este modo, un día llegó en que el cocinero fue despertado por los gritos de jolgorio de sus conciudadanos. La alegría que sentían era incontenible. Los oyó reír y cantar desde dentro de su casa y aporrear insistentes a su puerta para que saliera a experimentar por sí mismo la buena noticia: estaba nevando.
El hombre rápidamente se vistió y salió a la calle, pero no pudo unirse a la celebración. Aunque vio a hombres, mujeres y niños jugar con la nieve, revolcarse en ella, tocarla y comerla con gusto y avidez, esta era de un abominable color rojo; rojo como la sangre y rojo como la carne de aquellos a quienes habían devorado. Las cumbres de las montañas también estaban rojas, reflejando una luz ominosa que bañaba al poblado en vergüenza. Nadie más podía verlo. La nieve caía como había caído tantas veces antes y nada a excepción de su color podía indicar que estaba manchada con la sangre de los atentados cometidos contra sus congéneres. Nadie podía imaginar, a excepción de una persona, qué desgracias se avecinaban.
Nosotras, dijo Benavente, somos el cocinero de esta historia.
Aquella tarde la vi hablar con un niño de siete años. Los servicios sociales se estaban haciendo cargo de él, ya que su padre había agredido a su madre con tal violencia que una había acabado en la uci y el otro en el calabozo. Nadie esperaba que el niño pasara una noche fácil, pero hablar simplemente de pesadillas en su caso hubiera sido quedarse cortas. Cada vez que el pequeño entraba dificultosamente y con ayudas farmacológicas en una fase de sueño, despertaba al poco entre gritos de angustia y pavor.
Benavente había leído los informes de las asistentes sociales por encima con una mueca de desprecio que me hizo dudar de su profesionalidad. Sin embargo, ni se inmutaba ante los detallados relatos de cuantas personas habían atendido al niño, quien, de alguna manera, les había inoculado la semilla de su propio terror y, contagiados por cuantas fantasías tenebrosas manaban de su joven mente, reproducían con inquietante detalle las muecas de miedo a la vez que repetían como magnetófonos las descripciones monstruosas y pormenorizadas de aquellos terrores nocturnos.
Cuando Benavente entró por la mañana en la habitación, la luz del sol, cálida y halagüeña, pasaba por las ventanas e iluminaba juguetes, dibujos, cuentos y otros elementos lúdicos y decorativos que hubieran desterrado el último resquicio de las imágenes más inquietantes de la mente de cualquier niño normal. Pero aquel no lo era.
En una pared colgaba un póster con dibujos esquemáticos de los cinco sólidos platónicos: el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro. Mientras Benavente subía las persianas y acercaba una silla a la mesa del niño, yo me entretuve mirando fijamente las líneas bidimensionales que dibujaban los contornos de los poliedros, convirtiendo los ángulos de cóncavos a convexos más o menos a mi antojo, como tantas veces había hecho de niña. Sin duda la mente era poderosa, y podía convencerse a sí misma de que un dibujo tenía una perspectiva o la inversa. No importaba que el acto de inversión de la perspectiva fuese un acto consciente; la percepción del ojo se volvía evidente e indiscutible. Así era, o así me habían enseñado a mí, cómo había que enfocar las pesadillas.
Me mantuve en una esquina observando y tomando notas mientras Benavente se acercaba al chiquillo con la actitud propia de una burócrata. No tardé en darme cuenta de que aquello reconfortaba al niño. Mientras yo tenía que hacer malabarismos para que no se me cayeran al suelo los informes, documentos y mis propias notas, Benavente se enfrentaba a su trabajo sin accesorio alguno. Conocía la batería de preguntas al dedillo y la repetía como una letanía y no tardé en confirmar que si daba la impresión de no sentir ningún interés por las respuestas del niño era porque, efectivamente, no lo sentía.
Anoté cuando consideré oportuno y más al ver que Benavente no estaba guardando registro alguno de la conversación. Al acabar las preguntas protocolarias, empezó otra batería de cuestiones para la que nadie me había preparado y que consistían en indagar acerca de la naturaleza de sus terrores nocturnos. Habiendo pasado tantos años, me resulta imposible hacer una relación fehaciente de cuanto allí escuché, a pesar de que en los próximos días tendría la oportunidad de escucharlas varias veces más. Eso sí, recuerdo con claridad que todas las preguntas hacían referencia directa al objeto mismo de las pesadillas del niño. Tanto el niño como Benavente se refería a él como el monstruo.
Benavente indagó acerca de la naturaleza del monstruo y preguntó por cuestiones tan dispares como el tamaño, el olor o la maldad propios del monstruo. Aunque aquella habitación infantil por la mañana fuera uno de los escenarios más reconfortantes que uno pudiera imaginar, se me heló la espina dorsal al escuchar a aquel niño describir a su monstruo con pelos y señales.
El niño aseguraba que durante las últimas noches le había visitado un ser gigantesco, corpulento y bípedo que debía encorvarse para estar de pie en las estancias de las casas y los centros de acogida. Pocas preguntas hicieron falta para que, además, el niño describiera sus brazos, tan largos que se arrastraban por el suelo cuando el monstruo caminaba. Su cuerpo estaba cubierto de un pelo oscuro y sucio, como embarrado. Su presencia fantasmal despertaba al pequeño, que abría los ojos y se lo encontraba junto a su cama tan impávido durante el silencio como en los gritos posteriores. Benavente insistió en preguntar acerca del rostro del monstruo y especialmente por sus ojos, descritos por el muchacho como dos enormes cuencas profundas con un brillo rojizo perceptible incluso desde la más profunda oscuridad. No cabía duda de que aquella imagen acechaba sus sueños y que su sufrimiento era auténtico. Recordé las pocas veces que sentí terror en mi infancia y no pude comparar aquel relato con nada que se le acercara ni remotamente en mi propia experiencia. Sentí pena y compasión por el pobre niño.
Me rescató de mi espiral de pensamiento el cambio de tono con el que Benavente se levantó, le dio las gracias al chico y se fue de la habitación. Salió del edificio con paso rápido y firme, despidiéndose con sequedad de las trabajadoras que la habían atendido. Una vez fuera, se encendió rápidamente un cigarrillo que debía haber estado anhelando todo aquel rato. Su cara transmitía un profundo cansancio y un abatimiento más moral que físico. En aquel momento pensé que se debía a la temprana hora de la mañana, pero luego descubrí que era el aspecto que ofrecía a cualquier hora del día. Me habló sin mirarme a la cara, pero pude oler su halitosis. No es nada, dijo. Son sueños y pesadillas, dijo. Dio una larga calada a su cigarro. Demasiado artificial. Demasiadas películas. Demasiados videojuegos. ¿Ojos rojos? Ese bicho es un pastiche de las criaturas menos originales, dijo.
En aquel momento no supe interpretar lo que me estaba diciendo, pues pensé que estábamos allí para fiscalizar las actividades de las trabajadoras y ofrecer protección a los menores. No fue hasta unos días después que descubrí que lo que Benavente buscaba era encontrar monstruos de verdad.
Pocos días después tuvimos que acudir a otra llamada en un pequeño pueblo un tanto alejado. Conduje durante más de 4 horas en las cuales apenas conversé con mi compañera. Al dejar las carreteras principales y adentrarnos en vías más descuidadas y tenebrosas, empecé a sentirme desamparada. El cielo gris otoñal y la incómoda presencia de Benavente en el asiento del copiloto contribuían a ir generando en mí un sentimiento de desdicha que recuerdo vívidamente, pero que es difícil de acotar con palabras cotidianas.
Intenté entablar una conversación para sacarme de aquel estado de inquietud y no tardé en arrepentirme, pues pude percibir el mal aliento de Benavente al hablar llenando el pequeño habitáculo del coche. Fue durante aquella conversación cuando me di cuenta de que Benavente andaba tras la pista de algo. Me hubiera reído de cualquiera que me hubiera confesado que buscaba monstruos, pero Benavente no parecía la clase de persona que gusta de bromas. Echando la vista atrás podría decir que fue la influencia del paisaje o el recuerdo de la descripción del monstruo, que aún resonaba en mi cabeza; podría achacar mi credulidad a cualquier agente externo que ofuscara mi entendimiento o me sugestionara, pero si he de ser fiel a mí misma, he de reconocer que la certeza de sus palabras me venía confirmado por algo que se hallaba dentro de mí y no fuera.
Por el tono y las palabras que usaba supe que Beatriz Benavente y yo nos movíamos en dos universos sensitivos y referenciales muy distantes el uno del otro que solo convergían tangencialmente en aquel momento exacto y solo dentro de aquel coche. Era evidente que sus ojos veían más de cuanto veían los míos y que sus metas, sus motivaciones, sus miedos y sus aprensiones se encontraban en un plano superior a aquel en el que estaban los míos.
Rememorando aquellas conversaciones no logro entender por qué no hice tal o cual pregunta que hubiera sido pertinente. Desde luego que no podía imaginar que mi tiempo a su lado sería tan breve. Aunque rescato de entre mis memorias con nítida claridad sus explicaciones acerca de por qué el monstruo de aquel niño no era auténtico. En aquel momento estaba al volante, pero permanecí callada, escuchando cada una de sus palabras e intentando retenerlas para plasmarlas en mis notas después. Durante los últimos veinte minutos del viaje, Beatriz Benavente me ofreció lo que podríamos llamar una introducción a la teratonomía, la ciencia de los monstruos.
Varias de aquellas aseveraciones compiten por ser la más horripilante a ojos de la razón, pero pocas hacen gala de tanta crudeza como aquella primera revelación: los monstruos existen. No como elementos imaginativos o fantásticos, no como representaciones o proyecciones de emociones y sentimientos reales, sino como seres corpóreos y mesurables que comparten el mundo con nosotros. Este mundo. No un mundo metafórico, ni siquiera paralelo. Este, el único. Pues de sus palabras pude deducir que no albergaba creencia alguna en un más allá o en un ser superior que velara por nosotros. Los horrores son hijos de este mundo y lo habitan.
Muy de cerca en su espanto, le seguía una segunda afirmación que me hizo estremecer: los monstruos son invisibles a casi todas las personas (y una tercera:) excepto para los niños. De haberle preguntado más acerca de esta cuestión tal vez me hubiera dicho que los niños tienen esta o aquella estructura cerebral o que los monstruos mismos no se esconden ante ellos por este o aquel motivo. Pero mientras dejábamos los bosques marrones atrás, no podía más que repetir para mí todo lo que Benavente me decía con intención de anotarlo más tarde.
El aplomo de sus palabras no dejaba hueco a la duda. Llegó una cuarta aserción. La presencia de un monstruo puede percibirse, como cualquier otra presencia, por cualquiera de los sentidos y que era habitual que los farsantes se recrearan en detalles ínfimos de la percepción visual de un supuesto monstruo pero que olvidaran toda otra percepción sensorial.
Me explicó también que el avistamiento de monstruos tenía más que ver con la ornitología que con la parapsicología. Bastaba con mantenerse quieta y esperar. Aguardar con la paciencia de quien quiere acercarse a un animal salvaje y mirar, mirar fijamente a cuanto hay alrededor en busca de la revelación corpórea o sensitiva del ser.
No pregunté (y lo lamento profundamente) por los medios mediante los cuales llegó Benavente a tan inquietantes conclusiones. No me contó sus propias experiencias, pues me abstuve de preguntar temerosa de hallar una respuesta, con la convicción equivocada de que ya se me presentarían otras ocasiones.
Por último, me dijo que ignoraba qué o quién les dotaba de existencia, pues evidentemente no eran seres biológicos, ni sujetos a las leyes deterministas de la química y la anatomía. En algunos de ellos podría adivinarse un rastro de humanidad, por lo que debían tener alguna conexión con lo humano. Y habiendo descartado, como descartaba Benavente, las explicaciones místicas y religiosas, concluyó que lo único que es distinto en el Homo sapiens frente al resto de las criaturas es la consciencia.
La consciencia, que es inmaterial y evidente, que es escurridiza para la ciencia y vertiginosa para la filosofía, dotaba de existencia física y real a los monstruos. Al parecer, Benavente estuvo muchos años pensando que su origen podía estar en las elucubraciones tenebrosas de niños demasiado imaginativos cuyo impulso consciente cristalizaba en criaturas aberrantes, pero descartó esta teoría al comprobar que la mayoría de los niños concebían a los monstruos como subproductos esperpénticos del bombardeo cultural, como ecos manidos de un millón de voces que desde siempre han narrado el horror del monstruo. Sería como confundir el símbolo mediatizado de un corazón rojo del día de los enamorados con la experiencia humana genuina del amor.
Así que Benavente había dado en pensar que los monstruos se generaban allá donde un ser humano cometía un acto moral vergonzoso. Todos los grandes crímenes y las acciones más viles tenían el potencial de generar un monstruo allá donde sucedían o persiguiendo a quien las cometía.
De alguna manera esto me reconfortó, pues suponía un orden, una mecanicidad, un eje moral sobre el que elaborar el mapa de la virtud. Pero poco me duró esta sensación de bienestar, pues en seguida comprendí que era imposible saber si eran las leyes morales de los hombres (correctas o no) las que engendraban los seres o si subyacía un precepto anterior que era el motor último de esto. Tan espantoso me resultaba suponer que la proliferación de monstruos se debía a la brújula moral humana, voluble y caprichosa, como que se debía a un estado de las cosas anterior que lo precede a todo pero que es arbitrario, puesto que no ha sido confeccionado por ninguna inteligencia sino por el mismo caos del universo.
En la historia, le dije, somos los aldeanos ciegos.
Detuve el coche en una plaza pequeña de un villorrio al pie de la cordillera. En esta ocasión no se trataba de un niño, sino de dos. Dos niñas gemelas de 5 años. Vivían en una casa vieja y mal acondicionada con su madre y su abuela y quizás algún hombre que no estaba en aquel momento. Tuve que relacionar el nombre de cada una con la ropa que llevaban aquel día, pues me resultaba imposible distinguirlas por la cara. El parecido se extendía a sus voces, sus gestos y su forma de moverse.
La abuela de las niñas fue quien nos atendió y quien nos ofreció café y té. La madre tenía grandes ojeras que lastraban su mirada. Escondía sus puños tensos bajo las mangas de una chaqueta deportiva. Sin embargo, y a pesar de su expresión ida y ausente, fueron las niñas las que me resultaron más inquietantes. Estaban jugando con un juego de construcciones cuyas piezas quedaban esparcidas por todo el suelo. No hablaban la una con la otra, pero parecían entenderse, como si se comunicaran de alguna otra forma que yo no podía percibir en aquellos momentos.
La casa rezumaba un olor extraño que nadie más parecía percibir, pues es habitual que quien vive en un lugar no sea consciente de ese olor. Beatriz Benavente interrogó a las niñas por separado sentada en un sofá cochambroso mientras ellas jugaban en el suelo, montando y desmontando estructuras muy simples de dos o tres piezas.
Esta vez mis notas fueron más profusas y cuidadas, intentando recoger en ellas las palabras exactas que las niñas utilizaban para definir al monstruo. Los relatos de las gemelas eran muy parecidos. En aquella vieja casa habitaba un monstruo. Ellas no parecían tan afectadas como lo estuvo aquel primer niño. En un principio aquello me hizo dudar de la veracidad de sus testimonios, pero luego acabó por convencerme más. Al fin y al cabo, una criatura de cinco años no puede discernir entre lo que es mundano y lo que es obsceno y nada puede resultar verdaderamente espeluznante si se ha conocido desde siempre.
Según mis notas este segundo monstruo se trataba de un ser vagamente humanoide, con brazos y piernas, aunque no reportaban movimiento alguno, sino más bien una perpetua estaticidad. El ser estaba a veces en un sitio y a veces en otro, sin desplazarse, pero evidentemente vivo y consciente. Tan pronto se encontraba en una posición típicamente humana, como sentado en un sillón o de pie junto a una puerta, como aparecía en rincones más estrechos e inaccesibles retorcido como un contorsionista o la víctima de un terrible accidente.
Esta vez las niñas pudieron hablar de su voz. El ser no producía palabras de ningún lenguaje conocido, pero sí respiraba y emitía leves quejidos que ellas mismas imitaban sin dudar ni un segundo. Me resultaba muy inquietante oír esas imitaciones de sus pequeñas gargantas proferidas sin darle mayor importancia, como quien recita una lección aprendida en la escuela solo porque los adultos se la requieren.
También hablaron del tacto que tenía. Al parecer, el tacto de su piel desnuda era suave y cálido y a veces confundían su presencia con la de su propia madre. Una de las dos describió su olor, pero obviamente carecía del vocabulario y los referentes necesarios para poder darnos una descripción adecuada y se limitaba a asegurar que era un olor que te llenaba la nariz.
Sin duda alguna, lo que más me sorprendió de su relato fue que ambas coincidieron en un extraño detalle que tanto a Beatriz Benavente como a mí nos costó entender, pues, aunque era claro y palmario para ellas, su traslación al lenguaje era dificultosa. En resumidas cuentas, el monstruo parecía tener un rostro apacible y tranquilo, un rostro que podía transmitir paz y confianza en un primer vistazo, sin embargo, aquel no era su verdadero rostro. Intentamos que se hicieran entender y les hicimos preguntas como ¿lleva una máscara?, ¿esconde su verdadera cara? Pero el monstruo ni tenía nada cubriéndolo ni escondía su rostro.
La mejor manera que se me ocurre para explicar esta característica es en relación a la pareidolia, el efecto por el cual a las personas nos parece ver caras en objetos inanimados, como una casa con dos ventanas y una puerta que se nos antojan los ojos y la boca, o como cuando las vetas de la madera nos devuelven la mirada en forma de rostros caprichosos. Algunos seres vivos incluso se han adaptado para aprovecharse de este efecto y existen mariposas en cuyas alas se intuyen dos grandes ojos que confunden a los depredadores. El monstruo de aquella casa tenía un primer rostro, un rostro pareidólico, superpuesto, apaciguado y fácilmente reconocible y un segundo rostro, un rostro verdadero, cuyas facciones se dejaban ver por fin tras un periodo previo de observación, como al convencer a tu cerebro de cambiar la perspectiva. Según parece, una vez que te deshacías de ese primer rostro de trampantojo era imposible ignorar su auténtica cara que, lejos de transmitir sentimientos agradables, irritaba e incomodaba a las niñas.
Varios accidentes y percances habían estado sucediendo en aquel hogar lastimero. Desde ventanas rotas a la muerte un tanto peculiar del perro de la familia, que se enredó jugando con una cuerda y se ahogó intentando zafarse de ella.
Beatriz Benavente me miró y pude notar su aliento pútrido antes de que abriera la boca y empezara a hablarme con una voz leve y temblorosa. Aquí hay uno, dijo.
Tras haber hablado con las niñas, permitió que siguieran jugando juntas. La madre y la abuela entraron en el salón con las bebidas y las cuatro permanecimos calladas mirando a las niñas jugar en silencio hasta que mi té se quedó frío.
¿Está el monstruo aquí ahora?, preguntó Benavente a las niñas. Sí, dijeron a la vez. ¿Dónde?, dijo. Ambas se encogieron de hombros y una de ellas puntualizó. Siempre está, pero no siempre lo vemos. Hay que buscarlo.
La madre se echó a llorar. No pude identificar si las lágrimas se debían al horror de comprender que todo aquello estaba dentro de las mentes de las niñas o al de comprender que estaba fuera.
Beatriz Benavente hizo cuanto pudo y les pidió a las niñas que le enseñaran la casa por dentro, habitación por habitación. Recorrido que yo también realicé con el corazón en un puño aterrada ante la idea de encontrarme a la espectral criatura en cualquier lugar, tumbado en una cama, mirando por la ventana o incluso dentro de un jarrón.
Ya hacía un par de horas desde la puesta de sol y nosotras aún teníamos un viaje de cuatro horas. Tuvimos que dejar a la familia en aquel lugar. Al salir a la calle sentí el viento fresco en la cara y fui consciente de lo viciado que estaba el aire dentro de la casa. Conduje todo el camino de vuelta. Benavente no dijo una sola palabra.
Tuve ocasión de investigar un tercer monstruo. El niño que atendimos tenía ya doce años y estaba claramente más allá del límite en el que Benavente pensaba que la mente infantil era capaz de percibir a los monstruos. Sin embargo, acudimos por lo peculiar de la situación. La residencia familiar era una casa grande y bien amueblada en una urbanización a las afueras de la ciudad. El chico estaba postrado en una silla de ruedas a causa de una parálisis cerebral. Movía el cuello y la boca con dificultad y la comunicación tanto con nosotras como con su familia era lenta y tediosa, desesperante a ratos, especialmente para quienes no estábamos acostumbradas a tratar con él.
Por lo que pudieron contarnos sus familiares y sus cuidadores, el niño hacía tiempo que se refería al monstruo y la familia lo había aceptado con naturalidad, pues desde el momento en el que el chico dijo que el monstruo lo mantenía atado a la silla, todos entendieron que era una suerte de metáfora para referirse a la enfermedad. Benavente pensaba que podría no serlo.
El precario control que el niño tenía de su aparato fonador apenas alcanzaba un mínimo suficiente para la comunicación oral no entrenada. A pesar de que Benavente demostró más sensibilidad y capacidad de comprensión, yo solo podía imaginar el hilo conductor que dibujaban las palabras trémulas que conseguía entender aquí o allá. Todas las fui anotando en un papel al que apenas miraba mientras escribía, esperando poder después reconstruir partes concretas de su discurso deslavazado.
Un detalle decisivo para que Benavente creyera al muchacho fue que dijo que cada vez le resultaba más difícil verlo, aunque sabía que siempre merodeaba en torno a él. La mera presencia demasiado cercana del ser le producía vómitos y arcadas acompañados de un profundo malestar que no supo localizar en ninguna parte concreta del cuerpo. Ignorado por sus padres y los médicos, el niño parecía encontrar solaz y alivio en nuestra presencia.
El monstruo que describió no se pareció en nada a los otros dos que había conocido las semanas anteriores. El chico no pudo definir ninguna forma concreta, ni humana ni animal, ni siquiera geométrica, pues incidió varias veces en que tenía una forma cambiante y que adoptaba la apariencia de objetos cotidianos tales como un lápiz, un cojín, un sillón, un armario o una habitación. Su presencia carecía por completo de características que una aplicaría a la descripción de un ser vivo, tales como la respiración, el movimiento o la existencia de una cara. Sin embargo, el niño describió en profundidad la composición material del ser, hecho a partes iguales de metal, carne, veneno y cristal.
Tras ese dato, Benavente decidió que era momento de tomarnos un descanso y preguntó a la madre si había algún lugar en la casa en el que pudiera fumar. Ella nos condujo a una salita con una terraza. Mientras Benavente cruzaba el umbral para salir al exterior ya tenía un cigarro entre los labios pálidos y un encendedor en la mano.
Metal, carne, veneno y cristal, según apuntaba Benavente, era la materia informe en la que se transforman la técnica y la biología tras un accidente de tráfico. No puedo negar que a veces los datos fortuitos parecen apuntar en una dirección que no existe en la realidad, pero tiempo después confirmé que la familia había sido azotada hacía ya unos años por un terrible accidente de tráfico. Sugerí, no sin el temor y la actitud apocopada de quien se aventura en un campo que no es el suyo, que tal vez aquella representación sobrenatural podría ser un eco, psicológico o material de las personas que perdieron la vida en el accidente. Benavente no tardó en reprocharme que aún mantuviera una mirada ingenua y maniquea sobre el asunto. Aquí no hay fantasmas o residuos energéticos de las almas que habitaron una vez los cuerpos. Los monstruos no tienen nombres y apellidos ni aspiran a nada. No hay una voluntad detrás, ni siquiera puedo asegurarte que haya una consciencia. Lo único que hay es la abominable combinación de estructuras producidas por un atentado contra la moral. Imagina los crímenes horrendos que se pueden esconder detrás de algo así.
Incómoda con la conversación y quedándome cada vez más fría, decidí entrar a la salita y dejé a Benavente en la terraza. No quise volver tampoco al cuarto del niño ni entablar una conversación banal con sus familiares. Me detuve en la decoración y en los objetos de aquella estancia, recorriendo tanto con los ojos como con las yemas de los dedos cada lujoso rincón de aquel lugar. Cuando las tragedias sucedían en familias acomodadas de alguna manera se me antojaban menores.
Un gato pardo de pelaje largo y esponjoso y un collar negro dormía hecho un ovillo sobre el respaldo de un sofá. Me acerqué a acariciarlo y se despertó al contacto con mi mano, pero no se asustó, sino que se dejó acariciar y esbozó unos cálidos ronroneos. Poco a poco el animal fue abriendo los ojos hasta clavarlos fijamente en los míos. Al principio no hallé nada extraño en aquel comportamiento pues era propio de cuantos gatos había conocido en mi vida. Sin embargo, no pude evitar fijarme en que las líneas que surcaban su pelo dibujaban en su cabeza, entre los ojos y las orejas puntiagudas, dos manchas más oscuras que bien parecían dos enormes ojos. Lo que en un principio me resultó divertido, pronto se volvió aterrador, pues durante unos segundos fui capaz de decidir a mi antojo cuál de los dos rostros del gato deseaba ver: bien su rostro real, bien aquel rostro caricaturesco que aparecía al imaginar que las manchas oscuras en su pelo eran los verdaderos ojos. En ningún momento dejé de acariciar al animal, que indudablemente debió de sentir mi tensión y empezó a tensarse también. Mirándome cada vez con mayor fijación y los cuatro ojos cada vez más abiertos. Pude sentir cómo se le erizaba el pelo del lomo y cómo se debatía internamente entre qué era lo más seguro para sí: quedarse quieto o echar a correr. Pronto ya no pude ver más su primera cara y de repente las dos manchas negras que parecían ojos se me antojaron bocas, pues ambas tenían a su vez manchas más leves sobre ellas que podían parecer ojos. Tampoco yo supe gobernar mi cuerpo y levantar mi mano del lomo de aquel ser que ya no me parecía uno, sino dos mirándome desde un mismo cuerpo y gritando con una boca desproporcionadamente grande. Intenté con todas mis fuerzas volver a ver al auténtico gato y escapar de aquella ensoñación tétrica, pero no pude. Algo había entre él y yo que no podía disociarse. Algo había en aquel terror sobrevenido y familiar que hacía su dolorosa presencia muy preferible a su ausencia. Me dije a mí misma que debía apartar la vista, pero tampoco eso me estaba permitido. Me dije a mí misma que debía escapar de aquellos dos gritos de dolor que me señalaban y volver al segundo rostro, cosa que logré con esfuerzo. Una vez liberada de las dos caras que gritaban intenté pasar del segundo rostro al primero y también lo conseguí y fue entonces cuando me percaté de que el gato, al menos su materialización primera y más familiar, no me estaba mirando a mí, sino que miraba a través de mí, clavando las pupilas en algo que se encontraba dentro o justo detrás de mí. Oí un ruido. Me giré rápidamente y vi entrar a Benavente exhalando los últimos humos de su cigarro ya dentro de la habitación y me reconfortó encontrar, no una cara amiga, pero sí al menos una cara familiar. Volví de nuevo la vista hacia el gato, pero había aprovechado mi descuido para huir.
Una hora más tarde en el coche le hablé del gato a Benavente. Me contó que el niño era alérgico a los gatos y que por eso no había ningún gato en aquella casa. Se habría colado, dijo ella. Se habría colado, dije yo.
En la historia, pensé, somos los perros de los aldeanos ciegos.
Años más tarde, siendo aquellos sucesos ya algo lejanos en el tiempo, pero persistentes en mi memoria, la teratónoma Beatriz Benavente vino a buscarme. Hacía tiempo que no trabajábamos juntas y que había cesado toda comunicación entre nosotras. Ella me esperó a la salida del trabajo y pude ver que los pocos años que habían transcurrido no habían sido clementes con la apariencia de mi antigua compañera.
Benavente nunca destacó por su labia ni por sus habilidades sociales, pero noté que estaba haciendo un esfuerzo especial en describirme una situación que de ninguna manera yo llegaba a comprender. Recuerdo que me habló de la naturaleza ignota de los monstruos y de que la única manera en la que se podían combatir era iluminándolos. Bien es sabido que, si un niño teme por la presencia de un monstruo en su armario o debajo de su cama, basta con exponer ante sus ojos ese lugar iluminado para que todo temor se desvanezca. El terror que emana de los monstruos se vale de nuestro desconocimiento. Una vez que el padre ha arrojado luz sobre el monstruo singular (o que la sociedad ha vertido el método científico sobre el monstruo conceptual), el miedo se desvanece pues sabemos a qué nos enfrentamos.
No puedo decir que me acompañara durante varias calles, sino más bien que me persiguió hasta que, cansada de la cháchara vacía, le pedí que me dijera de una vez lo que quería. Benavente confesó entonces que sus propios temores estaban impidiendo que realizara su trabajo y necesitaba la ayuda de alguien en quien pudiera confiar. Fue entonces cuando caí en la cuenta de lo importante que había sido para ella aquel otoño que trabajamos juntas y qué asimétrica había sido nuestra relación personal y profesional.
Beatriz Benavente, teratónoma cazadora de monstruos e impávida profesional se sentía aterrada ante la idea de viajar a la isla de Urco, ya que padecía de fobia al agua. Eres la única en la que confío, dijo. ¿No estás trabajando con nadie ahora?, pregunté yo. Una chica, creo que tiene un don, pero… Tiene unas necesidades un tanto particulares.
La chica a la que Benavente se refería se llamaba Cristina y tenía un trastorno del espectro autista que limitaba enormemente su comunicación con los demás. A pesar de que entendía el lenguaje verbal, a veces parecía que nada de lo que se le decía estuviera llegando a su mente y, cuando la dirección de la comunicación cambiaba, prefería expresarse con señas antes que con sonidos. Propensa al llanto y dependiente emocionalmente, sospeché (aunque no me atreví a preguntar) cuáles eran las características que hacían de Cristina una compañera tan valiosa para Benavente.
A día de hoy no sabría decir por qué acepté. Se apoderó de mí, sin yo percatarme de ello, una fe ciega en mi antigua compañera, así como una inexplicable fidelidad a su causa.
Se trataba de visitar las instalaciones de recreo que se habían reformado recientemente en la isla de Urco, a pocos kilómetros de la costa. Esa misma tarde, Cristina y yo fuimos hasta la isla en un barco privado, un pesquero cochambroso que Benavente había alquilado con su propio dinero, seguramente para apaciguar la culpa y la vergüenza que sentía de no poder hacerse a la mar a pesar de haber consagrado su vida a la teratonomía.
La isa de Urco apenas se alzaba unos metros sobre el agitado mar y, a ojos de cualquier navegante que hubiera pasado lo suficientemente cerca de ella como para discernir su forma de entre la espuma, no hubiera sido más que un escollo que esquivar. En el siglo XIX se proyectó la construcción de un faro que no se levantaría hasta bien entrado en siglo XX. Según me contarían los lugareños meses más tarde, también hubo cabañas de pescadores que, una vez abandonadas, no habían resistido los embates del tiempo. Desde hacía ya algunas décadas dominaban la isla los muros firmes y blancos de un gran balneario.
El edificio de tonos claros y apacibles contrastaba aquella tarde con la roca escarpada de la que emergía y con el bullicio incesante del mar. Por planos que pude ver más tarde, sé que el balneario había sido planificado como un monasterio medieval: con una planta cuadrangular, cuatro torres en las esquinas y un amplio patio interior. Erguida en el límite mismo de la tierra emergida, la construcción tenía dos de sus cuatro lados volcados al mar, de tal manera que, si se abría una de las ventanas y se dejaba caer un objeto, este caía directamente al Atlántico.
Había en el lado norte de la isla de Urco un embarcadero que conducía directamente al balneario, siendo necesario pasar primero por este edificio para salir después a explorar el resto del islote que no contenía más que el viejo faro y una ermita de reciente construcción.
El caso que allí íbamos a estudiar era el de una niña de 8 años con un amplio historial clínico de patologías del sueño y varios diagnósticos psiquiátricos no convergentes. Se llamaba Martina.
Martina era muy despierta para su edad y hablaba con más claridad y tino que la mayoría de adultos que he conocido a lo largo de mi vida. Su voz serena y calmada salía de un cuerpo que no daba indicios más que de enfermedad y agitación. Solo conseguía dormir con somníferos, que le administraban concienzudamente cada noche, con el extraño efecto de que, durante las horas que pasaba despierta, desarrollaba los mismos síntomas que aquellos enfermos sometidos a largas privaciones del sueño. Aparte de los ojos enrojecidos y una evidente hinchazón periorbital, la niña también manifestaba temblores en las manos y nistagmo en los ojos, es decir, un movimiento horizontal rápido e involuntario de las pupilas, como si estuviera mirando por la ventanilla de un vehículo que se desplaza a toda velocidad.
Acudir a aquel balneario suponía la última de una serie de medidas que los padres de Martina habían tomado para ayudar a su hija con su problema descrito en el último diagnóstico como una combinación de terrores nocturnos persistentes y una psicosis precoz que, contra todo pronóstico, no cedía ante la medicación.
Cristina se limitó a seguirme desde la recepción hasta la salita donde nos recibieron los padres y de ahí a la habitación donde dormía la niña. En ningún momento profirió palabra alguna ni aceptó mis invitaciones a sentarse. Cuando por fin hablé con Martina sentí una inmediata afinidad hacia ella y me lamenté por su situación. Estaba jugando a videojuegos en una tablet sentada en el suelo, pero contestaba a cuanto se le preguntaba con abierta franqueza.
El monstruo que ella describía tenía una característica principal: su tamaño. Se trataba de un ser gigantesco que habitaba en el mar que por las noches salía de las profundidades para visitar la superficie. Martina fue incapaz de describir su forma, pues debido a su tamaño, solo le era posible verlo por partes. Me percaté de que cada vez que rebuscaba en su cerebro en busca de un recuerdo visual miraba inconscientemente hacia la ventana. Pensé en Beatriz Benavente y en su método de trabajo y en cómo este detalle habría sido para ella un indicador de que estábamos en el buen camino.
Indagué un poco más y pregunté a la niña por otros detalles no visuales. Nos describió su voz como un gemido profundo, inmenso, que hacía temblar los muebles y se sentía más en el pecho que los oídos, un gemido que nadie más parecía escuchar. Nos describió su olor como una peste fétida que se agarraba a la garganta y provocaba una respuesta desagradable parecida a la náusea que, en vez de alojarse en el estómago, lo hacía en el corazón. A falta de palabras más precisas para describir los olores, la niña intentó explicar el hedor como la parte desagradable del olor agradable del mar. Me era difícil entender a qué se podía estar refiriendo, pues nunca había concebido los olores como algo que se pudiese descomponer en factores más simples. Sin embargo, entendí que cuanto atemorizaba a Martina, fuese real o imaginario, procedía del océano y que no tenía ningún sentido mantener aquella tortura de la visita al balneario por mucho más tiempo.
¿Alguna vez te ha hecho algo?, le pregunté. En aquel momento fui consciente de que los ojos agitados de Martina jamás llegaban a posarse sobre la ventana. Apuntaban hacia ella, pero no llegaban a posarse sobre ella. La propia postura de la niña en el cuarto le daba la espalda a la única abertura hacia el exterior. Me levanté y miré hacia afuera. Ya casi había anochecido y el mar rompía intranquilo contra los escollos que cimentaban el balneario. Se había desatado un viento fuerte que levantaba el agua del mar soltándola sobre el cristal como si fuese lluvia.
Nunca me toca, dijo. Siempre está fuera. Pero me habla, dijo. Aquello sí que me pareció inusual. Hasta ese momento yo había considerado que los monstruos carecían de la lógica humana necesaria para articular un discurso o para tener pensamientos. Cristina nos miraba desde una esquina y parecía que también tenía cierta aversión a la ventana. Yo seguí mirando hacia el mar a la vez que reflexionaba sobre cómo algo que me producía tanta paz a mí podía agitar tanto la mente de personas inteligentes como Martina o Benavente.
¿En qué lengua te habla?, le pregunté. Me dijo que el monstruo no usaba ninguna lengua y que lo que hacía difícilmente podría equipararse al acto comunicativo humano. En sus propias palabras, era como si el monstruo pusiera dentro de ella lo que quería decir y fuese Martina la que dotaba de palabras a las ideas.
¿Qué te dice?, le pregunté. Me dijo que ella iba a morir y que sus padres iban a morir también. Me agaché para ponerme a su altura y tratar de fijar mi mirada en sus esquivas pupilas. Le dije que allí tanto ella como sus padres estaban seguros y que nada malo les iba a ocurrir. Le dije que había mucha gente cuidándola.
Empecé a sentirme indefensa y atemorizada cuando comprendí, gracias a las explicaciones llanas de Martina, que no temía a una muerte inminente y precoz sino a la muerte como suceso vital que llega tarde o temprano. La niña no estaba agobiada ante la primitiva noción del peligro de muerte, sino ante el concepto metafísico del tener que morir.
He visto la muerte, dijo, pero no había visto ninguna muerte en concreto. He conocido el futuro y el futuro es la muerte, dijo, pero no sabía dar detalles acerca del futuro. Comprendí que un abismo separaba la comprensión cerebral de que ningún ser humano es inmortal de la certeza absoluta de la muerte absoluta, la cual pocas personas llegan a experimentar.
Cuando viene, las estrellas del cielo están en el mar, dijo. Todas las estrellas están en el mar y cada una es enorme y está llena de calor, pero están muy lejos unas de otras y nunca llegan a tocarse, dijo. Están separadas por un vacío muy grande, dijo. Intenté abrir la ventana para respirar un poco de aire fresco, pero, solo con agarrar la manilla, hice a Martina darse la vuelta y saqué a Cristina de su abstracción y ambas me gritaron a la vez que no lo hiciera. Así que no lo hice.
Marqué en el teléfono el número de Beatriz Benavente. Le comuniqué lo mejor que supe cuanto nos había contado Martina y le dije que teníamos que alejarla del mar. El próximo ferry llegaría al embarcadero de la isla de Urco al día siguiente por la mañana, así que le dije a Benavente que intentara por todos los medios contratar a cualquier persona que tuviera un barco y que navegara los pocos kilómetros que nos separaban de la costa para llevarnos de vuelta a tierra firme. Y así lo hizo. En el puerto Benavente habló con varias personas, pero todas se negaban a salir. Se había desatado una galerna, un viento del noroeste que los lugareños conocían muy bien por ser de los más peligrosos para navegar. Muchos ofrecieron partir en cuanto amainase, ya que las galernas suelen irse tan rápido como llegan, pero no amainó en toda la noche. En contra de todo lo que mi yo más intuitivo deseaba, tuvimos que pasar la noche en el balneario.
No fue problema para el encargado encontrarnos una habitación doble para Cristina y para mí. Eso sí, no pude separarme de Martina hasta que vi con mis propios ojos cómo se quedaba dormida gracias a los somníferos. Acepté que, como empleada del sistema, como hija de mi tiempo, como ser humano, no podía aspirar a hacer ni a comprender más de cuanto se me había dado. El insomnio se cura con somníferos y las pesadillas con polisomnografías y terapia. Y allí se acababa mi trabajo. ¿De qué tratamientos disponíamos para hacer frente a los monstruos de las verdades últimas de la vida?
Fui a acostarme con la conciencia intranquila intentando convencerme de que allí se había hecho lo que humanamente se podía. En el baño descubrí que se me habían contagiado algunos síntomas de la pequeña Martina. Las manos me temblaban y me habían salido ojeras. Con la mente aturullada y las emociones bullendo, me quedé mirando a un punto fijo de mi cara, como tantas veces se queda una contemplando la nada y por unos instantes se desconecta. A menudo abrazo estos momentos fugaces, estas agradables desconexiones que dan reposo al incesante diálogo interior. Pero no fue así aquella vez. Fue entonces cuando me vi. Me vi mirándome a mí misma. Descubrí una nueva cara en el espejo. Comprendí por fin mi otro rostro. No era una treta de la mente, ni una ilusión pasajera, sino una comprensión profunda e irreversible de mis verdaderos rasgos faciales. Aquello que hasta entonces habían sido mis ojos, ya no eran mis ojos. Mis auténticos ojos estaban en otra parte. Por fin comprendí qué hendidura en la carne era mi boca y cuál mi nariz. Mi rostro verdadero me devolvía la mirada desde el otro lado del espejo y me agarraba con fuerza el corazón. Intenté volver a ver mi primera cara, pero una vez recorrido ese camino, supe que era imposible retroceder.
Salí del baño agitada y repugnada ante la visión de mí misma y no encontré a Cristina. Necesitaba más que nunca la ayuda de alguien conocido. Alguien perteneciente al mundo normal, con los pies en la tierra, que me sacase de aquella visión espantosa.
Miré por la ventana. Las estrellas habían desaparecido. ¿Se había nublado en apenas unos minutos? No. Mirando por las ventanas vi que el color del cielo ya no era el mismo. Intenté buscar a alguien por los pasillos del balneario medio vacío. Tal vez grité, no sabría decir. Recuerdo haber tenido miedo y vergüenza de mi cara monstruosa. Recuerdo haberme caído varias veces y no haber sentido dolor. Llegué hasta el recibidor, pero debía ser ya muy tarde y nadie respondía a mis llamadas.
Salí al exterior, al terreno inhóspito y húmedo que cubría la isla de Urco y miré al cielo. Durante unos segundos me reconfortó ver que las estrellas seguían ahí, titilando fijas en la bóveda infinita, pero cometí el error de girar la cabeza y echar la vista al norte, adonde daba la ventana de nuestro cuarto.
Fue entonces cuando lo vi. Toda palabra que pueda usar para describirlo sería inapropiada, pues ni su vastedad se puede medir en parámetros humanos ni su monstruosidad puede compararse a ninguna suma de atrocidades terrenales. ¿Qué crimen se había cometido, me pregunté, para generar semejante bestia?
No sabría decir qué porcentaje de su cuerpo vi emergido de la profundidad del océano, pero sé que estaba muy lejos y aun así había que mover la cabeza de un lado a otro para abarcar su totalidad. Estaba compuesto de infinidad de elementos que una juzgaría indudablemente orgánicos, tales como agallas, escamas, lenguas y dientes, pero desde ningún ángulo se podía atisbar siquiera el esbozo de un rostro.
Hedía como el olor doloroso que se queda en la pituitaria después de que se te haya metido agua del mar en la nariz, como una mezcla afilada de hierro y sal. Y efectivamente bramaba como si su voz la produjeran un millón de bocas distintas, enormes, lejanas y fantasmales.
Pero no solo por los sentidos pude percibirlo. También me asaltó una certeza eterna sobre verdades espantosas acerca de mí misma y del mundo: certezas referentes al vacío, a la nada, a la soledad; una comprensión profunda y oceánica de que no hay nada más solitario en el universo que la propia consciencia de una, que no puede salir de su cárcel ni experimentar la realidad del mundo. Una corroboración absoluta e indiscutible de que todas las cosas buenas que había experimentado eran falsas e indemostrables, de que mi estrecha visión del cosmos era insoportable, desesperada e infinitamente somera.
El monstruo emergido avanzaba despacio pero inexorablemente hacia la isla, abriendo cada vez más uno de sus orificios que podríamos entender como una boca; una boca más grande que cualquier gruta marina, llena de membranas y dientes colocados sin orden comprensible. El agua marina que caía desde la parte superior de su boca tardaba una eternidad en llegar a la superficie del mar. Los vientos y las mareas se desviaban para sumirse en las entrañas del monstruo.
No puedo saber cuánto tiempo estuve paralizada mirando aquella mole sin poder moverme, sabedora cierta de un inminente final que no terminaba de llegar. La criatura avanzaba con una parsimonia tan exasperante que llegué a pensar que no se movía en absoluto. No obstante, era evidente que se acercaba y abría más y más la gran oquedad a la que había dado en llamar boca. Estaba quieta, clavada en el suelo, y sin embargo me sentía caer hacia una oscuridad profunda que me llamaba. Di en pensar que el peor de los atributos monstruosos de aquel turbador titán era sin duda su capacidad de acercarse eternamente, de abrir eternamente la boca, de permanecer indefinidamente en un movimiento fuera cual fuese.
Entonces una voz me llamó desde la puerta del balneario. Una cálida luz, recuerdo lejano de una realidad a la que yo ya no pertenecía, iluminó el camino que me conectaba con el edificio. La voz era de Cristina. Me costó distinguir su silueta recortada contra el fondo acogedor y anaranjado. Ni parecía aquella su postura habitual ni hubiera imaginado que así era su voz. Vi de reojo cómo se acercaba a mí, ya que no podía despegar mis pupilas de la atroz presencia que estaba a punto de engullirnos a las dos, a toda la isla, a todo el universo.
Cristina me agarró el brazo y me giré. Por primera vez me miraba a los ojos estableciendo un contacto visual directo y tan íntimo que no pude soportarlo. No pude soportar ver cómo su cara se desencajaba. Se le cortó la respiración y me soltó rápidamente deformando su cara en la mueca de terror más desgarradora que hubiera visto jamás. Habría que haber estado ciega, sorda y carente de todo sentido para no reparar en la presencia de la criatura espantosa y cenagosa que se cernía sobre nosotras y, sin embargo, ella estaba aterrada por ver mi rostro, mi verdadero rostro.
Pude sentir el pánico de su cara rebotando como eco dentro de mí, reduplicándose e invadiéndome, haciéndose cada vez más insoportable hasta que su cara desapareció. La miraba fijamente y sabía que ella estaba ahí, pero no podía reconocer un rostro en el amasijo de piel y carne que se desplegaba ante mí. Y no es que viera una nueva cara sustituyendo a la anterior, como ya me había sucedido otras veces, sino que sus rasgos humanos, su persona, se habían evaporado para dejar tras de sí solo el material del que estaban hechos. Y no hube de esperar para que ese material también se retirara y dejara a la vista moléculas, átomos y quarks que ya no se percibían por los ojos sino por un entendimiento mucho más profundo.
Por su primer rostro supe que no caminaba sobre la faz de la tierra monstruo más repugnante que yo misma. Por su segundo rostro supe que Cristina no era más que un vacío inmenso, una disolución de partículas de tan baja concentración que era indistinguible de la nada. Mire en torno a mí y el balneario, el faro, la isla, el mar, el monstruo y todo cuanto allí había se había esfumado. De alguna manera seguía allí y podía recordar aún cómo lo había percibido apenas unos segundos atrás, pero la materia se manifestaba como lo que realmente era: un vacío oceánico e inerte. En la historia, pensé, soy la nieve roja que cae sobre los aldeanos.
Debió de ser ahí cuando perdí la consciencia.
Desperté seis días después en una cama de hospital con mi madre al lado. Un traumatismo cráneo-encefálico me había producido aquel sueño devorador del que no pude despertar en casi una semana. No tardé en recabar pesquisas acerca de Benavente, Cristina y la pequeña Martina. Al parecer mi compañera había acometido este trabajo de forma completamente extraoficial y no había informado a nadie más. Su teléfono estaba apagado.
En cuanto me dieron el alta, fui a buscarla a su casa, pero una vecina me informó de que Beatriz había fallecido en un accidente de tráfico el mismo día en que yo visité la isla de Urco. Me perdí su funeral. No sé siquiera quién asistió.
Conseguí localizar a Cristina quien reunió fuerzas de algún sitio para decirme que me estaba agradecida, pero era más que evidente que no quería encontrarse conmigo. Aún siento vergüenza al recordar el pánico contenido en sus palabras al responder a mi voz del otro lado del teléfono.
La vida ya no es la misma. Ningún suceso extraño me ha vuelto a ocurrir en todos estos años y eso hace que me pregunte si no sería de alguna manera el influjo que Beatriz Benavente ejercía sobre mí, lo que me hizo percibir todo aquello.
He seguido trabajando y ha habido varios casos en los que he tenido que trabajar con niños, pero en ninguno me he tenido que enfrentar a situaciones tan sobrenaturales como las que aquí he descrito. En la historia, sin duda, soy la carne muerta que alarga las penosas vidas de los aldeanos.